APOLOGÍA DE SÓCRATES, DE PLATÓN
PRIMERA PARTE
Defensa de Sócrates
¡Ciudadanos atenienses! Ignoro qué impresión habrán despertado en
vosotros las palabras de mis acusadores. Han hablado de forma tan seductora
que, al escucharlas, casi han conseguido deslumbrarme a mí mismo.
Sin embargo, quiero demostraros que no han dicho ninguna cosa que se
ajuste a la realidad. Aunque de todas las falsedades que han urdido, hay una
que me deja lleno de asombro: la que dice que tenéis que precaveros de mí y no
dejaros embaucar, porque soy una persona muy hábil en el arte de hablar.
Y ni siquiera la vergüenza les ha hecho enrojecer ante la sospecha de
que les voy a desenmascarar con hechos y no con unas simples palabras. A no ser
que ellos consideren orador habilidoso al que sólo dice y se apoya en la
verdad. Si es eso lo que quieren decir, gustosamente he de reconocer que soy
orador, pero jamás en el sentido y en la manera usual entre ellos. Aunque
vuelvo a insistir en que poco, por no decir nada, han dicho que sea verdad.
Y, ¡por Zeus!, que no les seguiré el juego compitiendo con frases
redondeadas ni con bellos discursos bien estructurados, como es propio de los
de su calaña, sino que voy a limitarme a decir llanamente lo primero que se me
ocurra, sin rebuscar mis palabras, como si de una improvisación se tratara,
porque estoy tan seguro de la verdad de lo que digo, que tengo bastante con
decir lo justo, de la manera que sea. Por eso, que nadie de los aquí presentes
espere de mí, hoy, otra cosa. Porque, además, a la edad que tengo sería
ridículo que pretendiera presentarme ante vosotros con rebuscados parlamentos,
propios más bien de los jovenzuelos con ilusas aspiraciones de medrar.
Tras este preámbulo, debo haceros, y muy en serio, una petición. Y es
la de que no me exijáis que use en mi defensa un tono y estilo diferente del
que uso en el ágora, curioseando las mesas de los cambistas o en cualquier
sitio donde muchos de vosotros me habéis oído. Si estáis advertidos, después no
alborotéis por ello.
Pues ésta es mi situación: hoy es la primera vez que en mi larga vida
comparezco ante un tribunal de tanta categoría como éste. Así que —y lo digo
sin rodeos— soy un extraño a los usos de hablar que aquí se estilan. Y si en
realidad fuera uno de los tantos extranjeros que residen en Atenas, me
consentiríais, e incluso excusaríais el que hablara con la expresión y acento
propios de donde me hubiera criado.
Por eso, debo rogaros, aunque creo tener el derecho a exigirlo, que no
os fijéis ni os importen mis maneras de hablar y de expresarme (que no dudo de
que las habrá mejores y peores) y que, por el contrario, pongáis atención
exclusivamente en si digo cosas justas o no. Pues, en esto, en el juzgar,
consiste la misión del juez, y en el decir la verdad, la del orador. Así, pues,
lo correcto será que pase a defenderme.
En primer lugar, de las primeras acusaciones propaladas contra mí por
mis antiguos acusadores; después pasaré a contestar las más recientes.
Primeras acusaciones contra Sócrates
Todos sabéis que, tiempo ha, surgieron detractores míos que nunca
dijeron nada cierto, y es a éstos a los que más temo, incluso más que al propio
Anitos y a los de su comparsa, aunque también ésos sean de cuidado. Pero lo son
más, atenienses, los que tomándoos a muchos de vosotros desde niños os
persuadían y me acusaban mentirosamente diciendo que hay un tal Sócrates,
sabio, que se ocupa de las cosas celestes, que investiga todo lo que hay bajo
la tierra y que hace más fuerte el argumento más débil. Éstos, son, de entre
mis acusadores, a los que más temo, por la mala fama que me han creado y porque
los que les han oído están convencidos de que quienes investigan tales asuntos
tampoco creían que existan dioses. Y habría de añadir que estos acusadores son
muy numerosos y que me están acusando desde hace muchos años, con la agravante
de que se dirigieron a vosotros cuando erais niños o adolescentes y, por ello,
más fácilmente manipulables, iniciando un auténtico proceso contra mí,
aprovechándose de que ni yo, ni nadie de los que hubieran podido defenderme,
estaban presentes.
Y lo más desconcertante es que ni siquiera dieron la cara, por lo que
es imposible conocer todos sus nombres, a excepción de cierto autor de
comedias. Ésos, pues, movidos por envidias y jugando sucio, trataron de
convenceros para, que una vez convencidos, fuerais persuadiendo a otros. Son,
indiscutiblemente, difíciles de desenmascarar, pues ni siquiera es posible
hacerles subir a este estrado para que den la cara y puedan ser interrogados,
por lo que me veo obligado, como vulgarmente se dice, a batirme contra las
sombras y a refutar sus argumentos sin que nadie me replique.
Convenid, pues, conmigo, que dos son los tipos de acusadores con los
que debo enfrentarme: unos, los más antiguos, y otros, los que me han acusado
recientemente. Por ello, permitidme que empiece por desembarazarme primero de
los más antiguos, pues fueron sus acusaciones las que llegaron antes a vuestro
conocimiento y durante mucho más tiempo que las recientes.
Aclarado esto, es preciso que pase a iniciar mi defensa para intentar
extirpar de vuestras mentes esa difamación que durante tanto tiempo os han
alimentado, y debo hacerlo en tan poco tiempo como se me ha concedido. Esto es
lo que pretendo con mi defensa, confiado en que redunde en beneficio mío y en el
vuestro, pero no se me escapa la dificultad de la tarea. Sin embargo, que la
causa tome los derroteros que sean gratos a los dieses. Lo mío es obedecer a la
ley y abogar por mi causa.
Remontémonos, pues, desde el principio para ver qué acusación dio origen
a esta mala fama de que gozo y que ha dado pie a Meletos para iniciar este
proceso contra mí.
Imaginémonos que se tratara de una acusación formal y pública y oímos
recitarla delante del tribunal: "Sócrates es culpable porque se mete donde
no le importa, investigando en los cielos y bajo la tierra. Practica hacer
fuerte el argumento más débil e induce a muchos otros para que actúen como
él".
Algo parecido encontraréis en la comedia de Aristófanes, donde un tal
Sócrates se pasea por la escena, vanagloriándose de que flotaba por los aires,
soltando mil tonterías sobre asuntos de los que yo no entiendo ni poco ni nada.
Y no digo eso con ánimo de menosprecio, no sea que entre los presentes haya
algún aficionado hacia tales materias y lo aproveche Meletos para entablar
nuevo proceso contra mí, por tan grave crimen.
La verdad es, ¡oh atenienses!, que no tengo nada que ver con tales
cuestiones. Y reto a la inmensa mayoría para que recordéis si en mis
conversaciones me habéis oído discutir o examinar sobre tales asuntos; incluso,
que os informéis los unos de los otros, entre todos los que me hayan oído
alguna vez, publiquéis vuestras averiguaciones. Y así podréis comprobar que el
resto de las acusaciones que sobre mí se han propalado son de la misma calaña.
Pero nada de cierto hay en todo esto, ni tampoco si os han contado que
yo soy de los que intentan educar a las gentes y que cobran por ello; también
puedo probar que esto no es verdad. Y no es que no encuentre hermoso el que
alguien sepa dar lecciones a los otros, si lo hacen como Gorgias de Leontinos o
Pródicos de Ceos o Hipias de Hélide, que van de ciudad en ciudad, fascinando a
la mayoría de los jóvenes y a muchos otros ciudadanos, que podrían escoger
libremente y gratis la compañía de muchos otros ciudadanos y que, sin embargo,
prefieren abandonarles para escogerles a ellos para recibir sus lecciones, por
las que deben pagar y, aun más, quedarles agradecidos.
Y me han contado que corre por ahí uno de esos sabios, natural de
Paros, que precisamente ahora está en nuestra ciudad. Coincidió que me encontré
con el hombre que más dinero se ha gastado con estos sofistas, incluso mucho
más él solo que todos los demás juntos.
A éste —que tiene dos hijos, como sabéis— le pregunté:
—Calias, si en lugar de estar preocupado por dos hijos, lo estuvieras
por el amaestramiento de dos potrillos o dos novillos, nos sería fácil,
mediante un jornal, encontrar un buen cuidador: éste debería hacerlos aptos y
hermosos, según posibilitara su naturaleza, y seguro que escogerías al más
experto conocedor de caballos o a un buen labrador. Pero, puesto que son
hombres, ¿a quién has pensado confiarlos? ¿Quién es el experto en educación de
las aptitudes propias del hombre y del ciudadano? Pues me supongo que lo tienes
todo bien estudiado, por mor de esos dos hijos que tienes. ¿Hay alguien
preparado para tal menester?
— Claro que lo hay —respondió.
— ¿Quién?, ¿y de dónde?, ¿y cuánto cobra? —le acosé.
— ¡Oh, Sócrates! Se llama Evenos, es de Paros y cobra cinco minas.
Y me pareció que este tal Evenos puede sentirse feliz, si de verdad
posee este arte y enseña de forma tan convincente. Pues si yo poseyera este
don, me satisfaría y orgullosamente lo proclamaría. Pero, en realidad, no
entiendo nada sobre eso.
Acaso ante eso alguno de vosotros me interpele: "Pero entonces,
Sócrates, ¿cuál es tu auténtica profesión? ¿De dónde han surgido estas
habladurías sobre ti? Porque si no te dedicaras a nada que se salga de lo
corriente, sin meterte en lo que no te concierne, no se habría originado esta pésima
reputación y tan contradictorias versiones sobre tu conducta. Explícate de una
vez, para que no tengamos que darnos nuestra propia versión".
Esto sí me parece razonable y sensato, y por ser cuerdo, voy a
contestarlo, para dejar bien claro de dónde han surgido esas imposturas que me
han hecho acreedor de una notoriedad tan molesta.
Escuchadlo. Quizá alguno se crea que me lo tomo a guasa; sin embargo,
estad seguros de que sólo os voy a decir la verdad. Yo he alcanzado este
popular renombre por una cierta clase de sabiduría que poseo. ¿De qué sabiduría
se trata? Ciertamente, de una sabiduría propia de los humanos. Y en ella es
posible que yo sea sabio, mientras que, por el contrario, aquellos a los que
acabo de aludir quizá también sean sabios, pero en relación a una sabiduría que
quizá sea extrahumana, o no sé con qué nombre calificarla. Hablo así porque yo,
desde luego, ésa no la poseo ni sé nada de ella, y el que propale lo contrario
o miente o lo dice para denigrarme.
Atenienses, no arméis barullo porque parezca que me estoy dando
autobombo. No voy a contaros valoraciones sobre mí mismo, sino que os voy a
remitir a las palabras de alguien que merece vuestra total confianza y que
versan precisamente sobre mi sabiduría, si es que poseo alguna, y cuál sea su
índole. Os voy a presentar el testimonio del propio dios de Delfos. Conocéis
sin duda a Querefonte, amigo mío desde la juventud, compañero de muchos de los
presentes, hombre democrático. Con vosotros compartió el destierro y con
vosotros regresó. Bien conocéis con qué entusiasmo y tozudez emprendía sus
empresas.
Pues bien, en una ocasión, mirad a lo que se atrevió: fue a Delfos a
hacer una especial consulta al oráculo, y os vuelvo a pedir calma, ¡oh,
atenienses! y que no me alborotéis. Le preguntó al oráculo si había en el mundo
alguien más sabio que yo. Y la pitonisa respondió que no había otro superior.
Toda esta historia la puede avalar el hermano de Querefonte, aquí presente,
pues sabéis que él ya murió.
Veamos con qué propósito os traigo a relación estos hechos: mostraros
de dónde arrancan las calumnias que han caído sobre mí.
Cuando fui conocedor de esta opinión del oráculo sobre mí, empecé a
reflexionar: ¿Qué quiere decir realmente el dios? ¿Qué significa este enigma?
Porque yo sé muy bien que sabio no soy. ¿A qué viene, pues, el proclamar que lo
soy? Y que él no miente, no sólo es cierto, sino que incluso ni las leyes del
cielo se lo permitirían.
Durante mucho tiempo me preocupe por saber cuáles eran sus intenciones
y qué quería decir en verdad. Más tarde y con mucho desagrado me dediqué a
descifrarlo de la siguiente manera. Anduve mucho tiempo pensativo y al fin
entré en casa de uno de nuestros conciudadanos que todos tenemos por sabio,
convencido de que éste era el mejor lugar para dejar esclarecido el vaticinio,
pues pensé: "Éste es más sabio que yo y tú decías que yo lo era más que
todos".
No me exijáis que diga su nombre; baste con decir que se trataba de un
renombrado político. Y al examinarlo, ved ahí lo que experimenté: tuve la
primera impresión de que parecía mucho más sabio que otros y que, sobre todo,
él se lo tenía creído, pero que en realidad no lo era. Intenté hacerle ver que
no poseía la sabiduría que él presumía tener. Con ello, no sólo me gané su
inquina, sino también la de sus amigos.
Y partí, diciéndome para mis cabales: ninguno de los dos sabemos nada,
pero yo soy el más sabio, porque yo, por lo menos, lo reconozco. Así que pienso
que en este pequeño punto, justamente, sí que soy mucho más sabio que él: que
lo que no sé, tampoco presumo de saberlo.
Y de allí pasé a saludar a otro de los que gozaban aún de mayor fama
que el anterior y llegué a la misma conclusión. Y también me malquisté con él y
con sus conocidos.
Pero no desistí. Fui entrevistando uno tras otro, consciente de que
sólo me acarrearía nuevas enemistades, pero me sentía obligado a llegar hasta
el fondo para no dejar sin esclarecer el mensaje del dios. Debía llamar a todas
las puertas de los que se llamaban sabios con tal de descifrar las incógnitas
del oráculo.
Y ¡voto al perro! —y juro porque estoy empezando a sacar a la luz la
verdad— que ésta fue la única conclusión: los que eran reputados o se
consideraban a sí mismos como los más sabios, fue a los encontré más carentes
de sabiduría, mientras que otros que pasaban por inferiores, los superaban.
Permitid que os relate cómo fue aquella mi peregrinación, que, cual
emulación de los trabajos de Hércules, llevé a cabo para asegurarme de que el
oráculo era irrefutable.
Tras los políticos, acosé a los poetas; me entrevisté con todos: con lo
que escriben poemas, con los que componen ditirambos o practican cualquier
género literario, con la persuasión de que aquí sí me encontraría totalmente
superado por ser yo muchísimo más ignorante que uno cualquiera de ellos. Así,
pues, escogiendo las que me parecieron sus mejores obras, les iba preguntando
qué querían decir. Intentaba descifrar el oráculo y, al mismo tiempo, ir
aprendiendo algo de ellos.
Pues sí, ciudadanos, me da vergüenza deciros la verdad, pero hay que
decirla: cualquiera de los allí presentes se hubiera explicado mucho mejor
sobre ellos que sus mismos autores. Pues pronto descubrí que la obra de los
poetas no es fruto de la sabiduría, sino de ciertas dotes naturales, y que
escriben bajo inspiración, como les pasa a los profetas y adivinos, que
pronuncian frases inteligentes y bellas, pero nada es fruto de su inteligencia
y muchas veces lanzan mensajes sin darse cuenta de lo que están diciendo. Algo
parecido opino que ocurre en el espíritu de los poetas. Sin embargo, me percaté
de que los poetas, a causa de este don de las musas, se creen los más sabios de
los hombres y no sólo en estas cosas, sino en todas las demás, pero que, en
realidad, no lo eran.
Y me alejé de allí, convencido de que también estaba por encima de
ellos, lo mismo que ya antes había superado a los políticos.
Para terminar, me fui en busca de los artesanos, plenamente convencido
de que yo no sabía nada y que en estos encontraría muchos y útiles
conocimientos. Y ciertamente que no me equivoqué: ellos entendían en cosas que
yo desconocía, por tanto, en este aspecto, eran mucho más expertos que yo, sin
duda.
Pero pronto descubrí que los artesanos adolecían del mismo defecto que
los poetas: por el hecho de que dominaban bien una técnica y realizaban bien un
oficio, cada uno de ellos se creía entendido no sólo en esto, sino en el resto
de las profesiones, aunque se tratara de cosas muy complicadas. Y esta
petulancia, en mi opinión, echaba a perder todo lo que sabían.
Estaba hecho un lío, porque intentando interpretar el oráculo, me
preguntaba a mí mismo si debía juzgarme tal como me veía —ni sabio de su
sabiduría, ni ignorante de su ignorancia— o tener las dos cosas que ellos
poseían.
Y me respondí a mí mismo y al oráculo, que me salía mucho más a cuenta
permanecer tal cual soy.
En fin, oh atenienses, como resultado de esta encuesta, por un lado, me
he granjeado muchos enemigos y odios profundos y enconados como los haya, que
han sido causa de esta aureola de sabio con que me han adornado y que han
encendido tantas calumnias. En efecto, quienes asisten accidentalmente a alguna
de mis tertulias se imaginan quizá que yo presumo de ser sabio en aquellas
cuestiones en que someto a examen a los otros, pero, en realidad, sólo el dios
es sabio, y lo que quiere decir el oráculo es sólo que la sabiduría humana poco
o nada vale ante su sabiduría. Y si me ha puesto a mí como modelo es porque se
ha servido de mi nombre como para poner un ejemplo, como si dijera: Entre
vosotros es el más sabio, ¡oh hombres!, aquél que como Sócrates ha caído en la
cuenta de que en verdad su sabiduría no es nada.
Por eso, sencillamente, voy de acá para allá, investigando en todos los
que me parecen sabios, siguiendo la indicación del dios, para ver si encuentro
una satisfacción a su enigma, ya sean ciudadanos atenienses o extranjeros. Y
cuando descubro que no lo son, contribuyo con ello a ser instrumento del dios.
Ocupado en tal menester, da la impresión de que me he dedicado a vagar
y que he dilapidado mi tiempo, descuidando los asuntos de la ciudad, e incluso
los de mi familia, viviendo en la más absoluta pobreza por preferir ocuparme
del dios.
Por otra parte, ha surgido un grupo de jóvenes que me siguen
espontáneamente, porque disponen de más tiempo libre, por preceder de familias
acomodadas, disfrutando al ver cómo someto a interrogatorios a mis
interlocutores, y que en más de una ocasión se han puesto ellos mismos a
imitarme examinando a las gentes. Y es cierto que han encontrado a un buen
grupo de personas que se pavonean de saber mucho pero que, en realidad, poco o
nada saben. Y en consecuencia, los ciudadanos examinados y desembaucados por
éstos se encorajinan contra mí —y no contra sí mismos, que sería lo más
lógico—, y de aquí nace el rumor de que corre por ahí un cierto personaje
llamado Sócrates, de lo más siniestro y malvado, corruptor de la juventud de
nuestra ciudad.
Cuando alguien les pregunta qué enseño en realidad, no saben qué
responder, pero para no hacer el ridículo echan mano de los tópicos sobre los
nuevos filósofos: "que investigan lo que hay sobre el cielo y bajo la
tierra, que no creen en los dioses y que saben hostigar para hacer más fuerte
los argumentos más débiles". Todo ello, antes que decir la verdad, que es
una y muy clara: que tienen un barniz de saber, pero que en realidad no saben
nada de nada. Y como, en mi opinión, son gente susceptible y quisquillosa, amén
de numerosa, que cuando hablan de mí se apasionan y acaloran, os tienen los
oídos llenos de calumnias graves —durante largo tiempo alimentadas.
De entre éstos es de donde han surgido Meletos y sus cómplices, Anitos
y Licón. Meletos, en representación de los resentidos poetas; Anitos, en
defensa de los artesanos y políticos, y Licón, en pro de los oradores.
Así, pues, me maravillaría —como ya dije antes— de que en el poco
tiempo que se me otorga para mi defensa fuera capaz de desvanecer calumnias tan
bien arraigadas.
Ésta es, oh atenienses, la pura verdad de lo sucedido, y os he hablado
sin ocultar ni disimular nada, sea importante o no. Sin embargo, estoy seguro
que con ello me estoy granjeando nuevas enemistades; la calumnia me persigue y
éstas son sus causas. Y si ahora, o en otra ocasión, queréis indagarlo, los
hechos os confirmarán que es así.
Por lo que hace referencia a las acusaciones aducidas por mis primeros
detractores, con lo dicho basta para mi defensa ante vosotros.
SEGUNDA PARTE
Nuevas acusaciones
Ahora, pues, toca defenderme de Meletos, el honrado y entusiasta
patriota Meletos, según el mismo se confiesa, y con él, del resto de mis
recientes acusadores.
Veamos cuál es la acusación jurada de éstos —y ya es la segunda vez que
nos la encontramos— y démosle un texto, como a la primera. El acta diría así:
"Sócrates es culpable de corromper a la juventud, de no reconocer a los
dioses de la ciudad y, por el contrario, sostiene extrañas creencias y nuevas
divinidades".
La acusación es ésta. Pasemos, pues, a examinar cada uno de los cargos.
Se me acusa, primeramente, de que corrompo la juventud.
Yo afirmo, por el contrario, que el que delinque es el propio Meletos,
al actuar tan a la ligera en asuntos tan graves como es convertir en reos a
ciudadanos honrados; abriendo un proceso so capa de hombre de pro y simulando
estar preocupado por problemas que jamás le han preocupado. Y que esto sea así,
voy a intentar hacéroslo ver.
Acércate, Meletos, y respóndeme: ¿No es verdad que es de suma
importancia para ti el que los jóvenes lleguen a ser lo mejor posible?
—Ciertamente.
—Ea, pues, y de una vez: explica a los jueces, aquí presentes, quién es
el que los hace mejores. Porque es evidente que tú lo sabes, ya que dices
tratarse de un asunto que te preocupa. Y, además, presumes de haber descubierto
al hombre que los ha corrompido, que, según dices, soy yo, haciéndome
comparecer ante un tribunal para acusarme. Vamos, pues, diles de una vez quién
es el que los hace mejores. Veo, Meletos, que sigues callado y no sabes qué
decir. ¿No es esto vergonzoso y una prueba suficiente de que a ti jamás te han
inquietado estos problemas? Pero vamos, hombre, dinos de una vez quién los hace
mejores o peores.
—Las leyes.
—Pero, si no es eso lo que te pregunto, amigo mío, sino cuál es el
hombre, sea quien sea, pues se da por supuesto que las leyes ya se conocen.
—Ah sí, Sócrates, ya lo tengo. Ésos son los jueces.
—¿He oído bien, Meletos? ¿Qué quieres decir? ¿Que estos hombres son
capaces de educar a los jóvenes y hacerlos mejores?
—Ni más ni menos.
—¿Y cómo? ¿Todos? ¿O unos sí y otros no?
—Todos, sin excepción.
—¡Por Hera!, que te expresas de maravilla. ¡Qué grande es el número de
los benefactores, que según tú sirven para este menester...! Y el público aquí
asistente, ¿también hace mejores o peores a nuestros jóvenes?
—También.
—¿Y los miembros del Consejo?
—Ésos también.
—Veamos, aclárame una cosa: ¿serán entonces, Meletos, los que se reúnen
en asamblea, los asambleístas, los que corrompen a los jóvenes? ¿O también
ellos, en su totalidad, los hacen mejores?
—Es evidente que sí.
—Parece, pues, evidente que todos los atenienses contribuyen a hacer mejores
a nuestros jóvenes. Bueno; todos, menos uno, que soy yo, el único que corrompe
a nuestra juventud. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Sin lugar a dudas.
—Grave es mi desdicha, si ésa es la verdad. ¿Crees que sería lo mismo
si se tratara de domar caballos y que todo el mundo, menos uno, fuera capaz de
domesticarlos y que uno sólo fuera capaz de echarlos a perder? O, más bien, ¿no
es todo lo contrario? ¿Que uno sólo es capaz de mejorarlos, o muy pocos, y que
la mayoría, en cuanto los montan, pronto los envician? ¿No funciona así,
Meletos, en los caballos y en el resto de los animales? Sin ninguna duda,
estéis o no estéis de acuerdo, Anitos y tú. ¡Qué buena suerte la de los jóvenes
si sólo uno pudiera corromperlos y el resto ayudarles a ser mejores! Pero la
realidad es muy otra. Y se ve demasiado que jamás te han preocupado tales
cuestiones y que son otras las que han motivado que me hicieras comparecer ante
este Tribunal. Pero, ¡por Zeus!, dinos todavía: ¿qué vale más, vivir entre
ciudadanos honrados o entre malvados? Ea, hombre, responde, que tampoco te
pregunto nada del otro mundo. ¿Verdad que los malvados son una amenaza y que
pueden acarrear algún mal, hoy o mañana, a los que conviven con ellos?
—Sin lugar a duda.
—¿Existe algún hombre que prefiera ser perjudicado por sus vecinos, o
todos prefieren ser favorecidos? Sigue respondiendo, honrado Meletos, porque,
además, la ley te exige que contestes: ¿hay alguien que prefiera ser dañado?
—No, desde luego.
—Veamos pues: me has traído hasta aquí con la acusación de que corrompo
a los jóvenes y de que los hago peores. Y esto, ¿ lo hago voluntaria o
involuntariamente?
—Muy a sabiendas de lo que haces, sin lugar a duda.
—Y tú, Meletos, que aún eres tan joven, ¿me superas en experiencia y
sabiduría hasta el punto de haberte dado cuenta de que los malvados producen
siempre algún perjuicio a las personas que tratan, y los buenos, algún bien? ¿Y
me consideras en tal grado de ignorancia, que no sepa si convierto en malvado a
alguien de los que trato diariamente, corriendo el riesgo de recibir a la par
algún mal de su parte, y que incluso haga este daño tan grande de forma
intencionada?
Esto, Meletos, a mí no me lo haces creer y no creo que encuentres quien
se lo trague: yo no soy el que corrompe a los jóvenes y, en caso de serlo,
sería involuntariamente y, por tanto, en ambos casos, te equivocas o mientes.
Y si se probara que yo los corrompo, desde luego tendría que concederse
que lo hago de manera involuntaria. Y en este caso, la ley ordena advertir al
presunto autor en privado, instruirle y amonestarle, y no, de buenas a
primeras, llevarle directamente al Tribunal. Pues es evidente, que una vez
advertido y entrado en razón, dejaría de hacer aquello que inconscientemente
dicen que estaba haciendo... Pero tú has rehuido siempre el encontrarte
conmigo, aunque fuera sólo para conversar o para corregirme, y has optado por
traerme directamente aquí, que es donde debe traerse a quienes merecen un
castigo y no a los que te agradecerían una corrección. Es evidente, Meletos,
que no te han importado ni mucho ni poco estos problemas que dices te
preocupan.
Aclaremos algo más: explícanos cómo corrompo a los jóvenes. ¿No es —si
seguimos el acta de la denuncia— enseñando a no honrar a los dioses que la
ciudad venera y sustituyéndolos por otras divinidades nuevas? ¿Será, por esto,
por lo que los corrompo?
—Precisamente eso es lo que afirmo.
—Entonces, y por esos mismos dioses de los que estamos hablando,
explícate con claridad ante esos jueces y ante mí, pues hay algo que no acabo
de comprender. O yo enseño a creer que existen algunos dioses y, en este caso,
en modo alguno soy ateo ni delinco, o bien dices que no creo en los dioses del
Estado, sino en otros diferentes, y por eso me acusas o, más bien, sostienes
que no creo en ningún dios y que, además, estas ideas las inculco a los demás.
—Eso mismo digo: que tú no aceptas ninguna clase de dioses.
—Ah, sorprendente Meletos, ¿para qué dices semejantes extravagancias?
¿O es que no considero dioses al Sol y la Luna, como creen el resto de los
hombres?
—¡Por Zeus! Sabed, oh jueces, lo que dice: el Sol es una piedra y la
Luna es tierra.
—¿Te crees que estás acusando a Anaxágoras, mi buen Meletos? ¿O
desprecias a los presentes hasta el punto de considerarlos tan poco eruditos
que ignoren los libros de Anaxágoras el Clazomenio, llenos de tales teorías? Y,
más aún, ¿los jóvenes van a perder el tiempo escuchando de mi boca lo que
pueden aprender por menos de un dracma, comprándose estas obras en cualquiera
de las tiendas que hay junto a la orquesta y poder reírse después de Sócrates
si éste pretendiera presentar como propias estas afirmaciones, sobre todo y,
además, siendo tan desatinadas? Pero, ¡por Júpiter!, ¿tal impresión te he
causado que crees que yo no admito los dioses, absolutamente ningún dios?
—Sí, ¡Y también, por Zeus!: tú no crees en dios alguno.
—Increíble cosa la que dices, Meletos. Tan increíble que ni tu mismo
acabas de creértela. Me estoy convenciendo, atenienses, de que este hombre es
un insolente y un temerario y que en un arrebato de intemperancia, propio de su
juvenil irreflexión, ha presentado esta acusación. Se diría que nos está
formulando un enigma para probarnos: "A ver si este Sócrates, tan listo y
sabio, se da cuenta de que le estoy tendiendo una trampa, y no sólo a él, sino
también a todos los aquí presentes, pues en su declaración, yo veo claramente
que llega a contradecirse".
Es como si dijera: "Sócrates es culpable de no creer en los
dioses, pero cree que los hay". Decidme, pues, si esto no parece una broma
y de muy poca gracia. Examinad conmigo, atenienses, el porqué me parece que
dice esto. Tú, Meletos, responde, y a vosotros —como ya os llevo advirtiendo
desde el principio— os ruego que prestéis atención, evitando cuchicheos porque
siga usando el tipo de discurso que es habitual en mí.
¿Hay algún hombre en el mundo, oh Meletos, que crea que existen cosas
humanas, pero que no crea en la existencia de hombres concretos? Que conteste
de una vez y que deje de escabullirse refunfuñando. ¿Hay alguien que no crea en
los caballos, pero sí que admita, por el contrario, la existencia de cualidades
equinas? ¿O quien no crea en los flautistas, pero sí que haya un arte de tocar
la flauta? No hay nadie, amigo mío.
Y puesto que no quieres, o no sabes contestar, yo responderé por ti y
para el resto de la Asamblea: ¿Admites o no, y contigo el resto, que puedan
existir divinidades sin existir al mismo tiempo dioses y genios concretos?
—Imposible.
—¡Qué gran favor me has hecho con tu respuesta, aunque haya sido
arrancada a regañadientes! Con ella afirmas que yo creo en cualidades divinas,
nuevas o viejas, y que enseño a creer en ellas, según tu declaración, sostenida
con juramento. Luego, tendrás que aceptar que también creo en las divinidades
concretas, ¿no es así? Puesto que callas, debo pensar que asientes.
Y ahora prosigamos el razonamiento. ¿No es verdad que tenemos la
creencia de que los genios son dioses o hijos de los dioses? ¿Estás de acuerdo,
sí o no?
—Lo estoy.
—En consecuencia, si yo creo en las divinidades, como tú reconoces, y
las divinidades son dioses, entonces queda bien claro que tú pretendes
presentar un enigma y te burlas de nosotros, pues afirmas, por una parte, que
yo no creo en los dieses y, por otra, que yo creo en los dioses, puesto que
creo en las divinidades. Y si éstas son hijas de los dioses, aunque fueran sus
hijas bastardas, habidas de amancebamiento con ninfas o con cualquier otro ser
—como se acostumbra a decir—, ¿quién, de entre los sensatos, admitiría que
existen hijos de dioses, pero que no existen los dioses? Sería tan disparatado
como admitir que pueda haber hijos de caballos y de asnos, o sea, mulos, pero
que negara, al mismo tiempo, que existen caballos y asnos.
Lo que pasa, Meletos, es que, o bien pretendías quedarte con nosotros,
probándonos con tu enigma, o que, de hecho, no habías encontrado nada realmente
serio de qué acusarme. Y dudo que encuentres algún tonto por ahí, con tan poco
juicio, que piense que una persona pueda creer en demonios y dioses y, al mismo
tiempo, no creer en demonios o dioses o genios. Es absolutamente imposible.
Así, pues, creo haber dejado bien claro que no soy culpable, si nos
atenemos a la acusación de Meletos. Con lo dicho, basta y sobra.
TERCERA PARTE
Conducta de Sócrates
Pero, como he dicho machaconamente, hay mucha animadversión contra mí,
y son muchos los que la sustentan. Podéis estar seguros de que eso sí es
verdad. Y eso es lo que va a motivar mi condena. No esas incongruencias de
Meletos y Anitos, sino la malevolencia y la envidia de tanta gente. Cosas que
ya han hecho perder demasiadas causas a muchos hombres de bien y que las
seguirán perdiendo, pues estoy seguro de que esta plaga no se detendrá con mi
condena.
Quizá alguno de vosotros, en su interior, me esté recriminando:
"¿No te avergüenza, Sócrates, verte metido en estos líos a causa de tu
ocupación, que te está llevando al extremo de hacer peligrar tu propia
vida?"
A éstos les respondería, y muy convencido por cierto: Te equivocas
completamente, amigo mío; un hombre con un mínimo de valentía no debe estar
preocupado por esos posibles riesgos de muerte, sino que debe considerar sólo
la honradez de sus acciones, si son fruto de un hombre justo o injusto. Pues,
según tu razonamiento, habrían sido vidas indignas las de aquellos semidioses que
murieron en Troya, sobre todo el hijo de la diosa Tetis, para quien contaba tan
poco la muerte, si había que vivir vergonzosamente; éste despreciaba tanto los
peligros que, en su ardiente deseo de matar a Héctor para vengar la muerte de
su amigo Patroclo, no hizo caso a su madre, la diosa, cuando le dijo:
"Hijo mío, si vengas la muerte de tu compañero Patroclo y matas a Héctor,
tú mismo morirás, pues tu destino está unido al suyo". Al contrario, tuvo
a poco la muerte y el peligro y, temiendo mucho más el vivir cobardemente que
el morir por vengar a un amigo, replicó: "Prefiero morir aquí mismo,
después de haber castigado al asesino, que seguir vivo, objeto de burlas y
desprecios, siendo carga inútil de la tierra, arrastrándome junto a las
cóncavas naves". ¿Se preocupó, pues, de los peligros y de la muerte?
Y así debe ser, atenienses. Quien ocupa un lugar de responsabilidad,
por creerse que es mejor, o bien porque allá le han colocado los que tienen
autoridad, debe mantenerse firme, resistiendo los peligros, sin tener en cuenta
para nada la muerte ni otro tipo de preocupaciones, excepto su propia honra.
Así, pues, vergonzosa y mucho peor sería mi conducta, si yo, que
siempre permanecí en el puesto que mis jefes me asignaron, que afronté el
riesgo de morir, como tantos otros hicieron, obedientes a los estrategas que
vosotros elegisteis en las campañas de Potidea, Anfipolis y Delión, ahora, que
estoy plenamente convencido de que es un dios el que me manda vivir buscando la
sabiduría, examinándome a mí mismo y a los demás, precisamente ahora, me
hubiera dejado vencer por el miedo a la muerte o cualquier otra penuria y
hubiera desertado del puesto asignado. Sería, sin discusión, mucho más
deshonroso, y con ello sí que me haría merecedor de que alguien me arrastrara
ante los tribunales de justicia por no creer en los dioses, porque desobedecía
al oráculo, por temer a la muerte y por creerme sabio sin serlo.
En efecto, el temor a la muerte no es otra cosa que creerse sabio sin
serlo: es presumir de saber algo que se desconoce. Pues nadie conoce qué sea la
muerte ni si, en definitiva, se trata del mayor de los bienes que pueden
acaecer a un ser humano. A pesar de ello, los hombres la temen como si en
verdad supieran que es el peor de los males. ¿Y cómo no va a ser reprensible
esta ignorancia por la que uno afirma lo que no sabe?
Pero yo, atenienses, quizá también en este punto me diferencio del
resto de los mortales, y si me obligaran a decir en qué soy más sabio, me
atrevería a decir esto: me siento más sabio porque, desconociendo lo que en
verdad acaece en el Hades, no presumo de saberlo. Antes, por el contrario, sé y
me atrevo a proclamar que es malo y vergonzoso vivir injustamente y desobedecer
a un ser superior, sea dios o sea hombre. Temo, pues, los males que sé
positivamente que son tales, pero las cosas que no sé si son bienes o males, no
las temeré, ni rehuiré afrontarlas.
Así que, aunque me absolvierais, desestimando las acusaciones de
Anitos, que ha exigido mi comparecencia ante este Tribunal y ha pedido mi
condena a muerte, diciéndoos que, si salía absuelto, vuestros hijos correrían
el peligro de practicar mis enseñanzas y todos caerían en la corrupción; si a
mí, después de todo esto, me dijerais: "Sócrates, nosotros no queremos
hacer caso a Anitos y te absolvemos, pero con la condición de que no molestes a
los ciudadanos y abandones tu filosofar; si en otra ocasión te encontramos
ocupado en tales menesteres, entonces te condenaremos a morir". Si
vosotros me absolvierais con esta condición, os replicaría: Agradezco vuestro
interés y os aprecio, atenienses, pero prefiero obedecer antes al dios que a
vosotros, y mientras tenga aliento y las fuerzas no me fallen, tened presente
que no dejaré de inquietaros con mis interrogatorios y de discutir sobre todo
lo que me interese, con cualquiera que me encuentre, a la usanza que ya os
tengo acostumbrados.
Y aún añadiría: Oh tú, hombre de Atenas y buen amigo, ciudadano de la
polis más grande y renombrada por su intelectualidad y su poderío, ¿no te
avergüenzas de estar obsesionado por aumentar al máximo tus riquezas y, con
ello, tu fama y honores, y de descuidar las sabiduría y la grandeza de tu
espíritu, sin preocuparte de engrandecerlas? Y si alguno de vosotros me lo
discute y presume de preocuparse por tales cosas, no le dejaré marchar, ni yo
me alejaré de su lado, sino que le someteré a mis preguntas y le examinare, y
si me parece que no está en posesión de la virtud, aunque afirme lo contrario,
le haré reproches porque valora en poco o en nada lo que más estima merece, y a
ello prefiere las cosas más viles y despreciables.
Éste será mi modo de obrar con todo aquel que se me cruce por nuestras
calles, sea joven o viejo, forastero o ateniense, pero preferentemente con mis
paisanos, por cuanto tenemos una sangre común. Sabed que esto es lo que me
manda el dios. Enteraos bien: estoy convencido de que no ha acaecido nada mejor
a esta polis que mi labor al servicio del dios.
En efecto, yo no tengo otra misión ni oficio que el de deambular por
las calles para persuadir a jóvenes y ancianos de que no hay que inquietarse
por el cuerpo ni por las riquezas, sino, como ya os dije hace poco, por
conseguir que nuestro espíritu sea el mejor posible, insistiendo en que la
virtud no viene de las riquezas, sino al revés, que las riquezas y el resto de
bienes y la categoría de una persona vienen de la virtud, que es la fuente de
bienestar para uno mismo y para el bien público. Y si por decir esto corrompo a
los jóvenes, mi actividad debería ser condenada por perjudicial; pero si
alguien dice que yo enseño otras cosas, se engaña y pretende engañaros.
Resumiendo, pues, oh atenienses, creáis a Anitos o no le creáis, me
absolváis o me declaréis culpable, yo no puedo actuar de otra manera, aunque
mil veces me condenarais a morir.
No os pongáis nerviosos, atenienses, y dejad de alborotar, por favor,
como os he repetido tantas veces, para que podáis escucharme, pues sigo
convencido de que os beneficiaréis si no me interrumpís. Tengo que añadir aún
algo que quizá os provoque tanto que tengáis que manifestaros gritando, pero
evitadlo si podéis.
Si me matáis por ser lo que soy, no es a mí a quien castigáis ni
infringís el más mínimo daño, sino a vosotros mismos. Pues a mi, ni Meletos ni
Anitos pueden ocasionarme ningún mal, aunque se lo propusieran. ¿Cómo pueden
hacerlo, si estoy plenamente convencido de que un hombre malvado jamás puede
perjudicar a un hombre justo? No niego que puedan lograr mi condena a muerte,
el destierro, o la pérdida de derechos ciudadanos; penas que para muchos de
ellos puedan tratarse de grandes males, pero yo pienso que no lo son en modo
alguno. Más bien creo que es mucho peor hacer lo que él hace ahora: intentar
condenar a un hombre inocente. Por eso estoy muy lejos de lo que alguno quizá
se haya creído: de que estoy intentando hacer mi propia defensa. Muy al
contrario, lo que hago es defenderos a vosotros para que, al condenarme, no
cometáis un error desafiando el don del dios. Porque, si me matáis,
difícilmente encontraréis otro hombre como yo, a quien el dios ha puesto sobre
la ciudad, aunque el símil parezca ridículo, como el tábano que se posa sobre
el caballo, remolón, pero noble y fuerte, que necesita un aguijón para
arrearle. Así, creo que he sido colocado sobre esta ciudad por orden del dios
para teneros alerta y corregiros, sin dejar de estimular a nadie, deambulando
todo el día por calles y plazas.
Un hombre como yo no lo volveréis a encontrar, atenienses, por lo que,
si me hicierais caso, me conservaríais. Si, enojados y como sobresaltados por
el aguijón de un molesto tábano, dóciles a las insinuaciones de Anitos me
matáis impulsivamente de una fuerte palmada, pasaréis el resto de vuestra vida
tranquilos sin que nadie perturbe vuestros sueños, a no ser que el dios,
preocupado por vosotros, os mande a otro como yo.
Os podéis convencer de que yo soy un don del dios para esta ciudad por
lo siguiente: no parece muy humano el que haya vivido descuidado de todos mis
asuntos e intereses y que durante tantos años haya tenido abandonados mis
bienes y, en cambio, haya estado siempre ocupándome de lo vuestro,
interesándome para que cada uno se ocupe del bien y de la virtud, como si yo
fuese su padre o hermano mayor. Y si de estas actividades sacara alguna
ganancia o hiciera estas exhortaciones mediante paga, aún tendría algún sentido
que justificaría lo que hago. Pero vosotros mismos podéis comprobar que a pesar
de tantos reproches acumulados contra mí por esa caterva de acusadores, no han
tenido el atrevimiento de insinuar que yo haya cobrado alguna vez remuneración
alguna. Y de que estoy diciendo la verdad presento al mejor y al más fidedigno
de los testigos: mi pobreza y la de los míos.
Quizá encontréis un contrasentido el que yo me haya pasado la vida
exhortando a los ciudadanos en privado y que me haya metido en tantos líos, sin
haberme atrevido a intervenir en la vida pública ni a participar en vuestras
asambleas por el bien de la ciudad.
La explicación está en lo que me habéis oído decir tantas veces y en
tan diversos sitios: se da en mí una voz, manifestación divina o de cierto
genio, que me sobreviene muchas veces. Incluso se habla de ella en la acusación
de Meletos, aunque sea en tono despectivo. Es una voz que me acompaña desde la
infancia y se hace sentir para desaconsejarme algunas acciones, pero jamás para
impulsarme a emprender otras. Ésta es la causa que me ha impedido intervenir en
la política, cosa que me ha desaconsejado, creo yo, muy razonablemente. Porque
lo sabéis muy bien: si me hubiera metido en política, hace tiempo ya que
estaría muerto y, así, no habría sido útil, ni a vosotros, ni a mí mismo.
Y no os irritéis contra mí porque os diga la verdad, una vez más. No
hay nadie que pueda salvar su vida, si se opone con valentía a vosotros o a
cualquier otra asamblea y se empeña en impedir las múltiples injusticias e
irregularidades que se cometen en cualquier ciudad. En consecuencia, quien
quiera luchar por la justicia debe tener muy presente, si quiere vivir muchos
años, que se conforme con una vida retirada y que no se ocupe de los asuntos
públicos.
Y voy a daros pruebas contundentes de ello, no con palabras, sino con
lo que tiene mayor fuerza ante cualquier auditorio, con los hechos. Dejadme
contaros un episodio de mi vida, que pondrá de manifiesto que yo nunca cedería
a la injusticia por temor a la muerte y que el miedo a morir es impotente para
hacerme desistir de algo que sea contrario a la justicia. Os voy a relatar
cosas tal vez pesadas y aburridas, a la manera de los abogados, pero todas
ciertas.
Yo no he ejercido cargos públicos más que en una ocasión: fui miembro
del Consejo cuando mi tribu, la de Antióquida, presidía el juicio contra los
diez estrategas que no habían recogido los cuerpos de los soldados caídos en la
batalla de Arginusa; vosotros queríais juzgarlos a todos juntos, lo cual estaba
en contra de nuestras leyes, como después se demostró. Entonces yo solo y en
contra de todos los Prítanos, me opuse a que hicierais algo en contra de la ley
y voté en contra de todos. Y a pesar de que los oradores, alentados por
vuestras protestas y vuestro apasionamiento, exigían abrirme un proceso para
llevarme ante los tribunales, creí que era mucho mejor estar de parte de la ley
y de la justicia, aunque eso me supusiera graves peligros, que ponerme de
vuestra parte en busca de seguridades, si por ello debía ir en contra de la
justicia o era movido por el temor de la muerte o del encarcelamiento. Esto
ocurrió cuando Atenas era gobernada por un régimen democrático.
Más tarde, bajo el régimen oligárquico de los Treinta, fui requerido,
juntamente con otros cuatro, a que me presentara en el Tolos; allí nos
ordenaron que fuéramos a Salamina para buscar a León, el estratega, y colaborar
así en su muerte. Misiones de este tipo encomendaban a muchos otros para
comprometer a cuantos más pudieran en su criminal gestión de gobierno. Y
entonces volví a demostrar, no con palabras, sino con los hechos, que la
muerte, lo digo sin ambages, no me importa lo más mínimo, mientras que no
cometer acciones injustas es para mí lo más importante. Ni siquiera aquel
régimen, que presumía de duro, y en verdad lo era, pudo doblegarme para que
cometiera un acto injusto. Cuando salimos del Tolos, los otros cuatro se
dirigieron a Salamina para cumplir tan injusta orden y traer a León, pero yo me
fui tranquilamente a mi casa. Por este motivo es muy posible que ya hubiera
encontrado entonces la muerte, pero aquel régimen cayó poco después. De todo
esto muchos de vosotros sois testigos.
Y bien: ¿acaso creéis que yo hubiera vivido muchos años si me hubiera
dedicado a la política, si, portándome como es propio de quien antepone su
honradez a sus intereses, hubiera hecho de la defensa de la justicia mi
compromiso, poniéndolo, como debe ser, por encima de todo? Ni mucho menos,
atenienses, como tampoco ningún otro que lo intente de esta manera.
Pero yo, durante toda mi vida, tanto en las cuestiones de interés
público en que he intervenido como en las privadas, he sido siempre el mismo y
jamás he actuado contra la justicia, ni les he permitido hacerlo a los que mis
acusadores denominan mis discípulos, ni a los demás.
Pero, aunque jamás he sido maestro de nadie, si alguien, joven o mayor,
ha sentido deseos de oírme u observarme, nunca se lo he rehusado. No soy hombre
que hable por dinero o que calle si me lo dan. Estoy a total disposición tanto
del rico como del pobre, para que me pregunten cuanto deseen, y todos podéis
contrastar lo que digo. Jamás me he negado a dialogar. Y si alguno, por todo
ello, se convierte en un hombre mejor o peor, no se me adjudique a mí el mérito
ni la culpa, ya que jamás prometí a nadie ningún tipo de enseñanza ni de hecho
la impartí. Por ello, si alguien dice que ha aprendido algo porque ha recibido
lecciones mías, sean particulares o públicas, podéis estar seguros que os está
mintiendo.
Pero me preguntaréis: "¿Por qué a las personas les gusta conversar
conmigo?" Ya os los he dicho, atenienses, y ésta es la única verdad: les
resulta intrigante ver cómo interrogo a los que presumen de sabios, pero que de
hecho no lo son. Sostengo que ése es el mandato que he recibido del genio, en
sueños, por medio de oráculos o por cualquiera de los medios normales de los
que suele servirse un dios para asignar a un hombre una misión. Ésa es la
verdad y no es nada difícil probarla. Pues si yo hubiera dejado una estela de
jóvenes corrompidos, y aún ahora los fuera corrompiendo, es natural que alguno,
o todos, estarían aquí presentes para acusarme y exigir el castigo; y si ellos
no se atreviesen, sus padres o hermanos vendrían en su lugar, por considerar
que se ha causado daño a alguien de su familia.
Por el contrario, veo a muchos de ellos sentados entre vosotros:
primero a Critón, de mi misma edad y del mismo demos, padre de Critóbulo,
también aquí presente; después a Lisanias, del distrito de Esfeto, padre de
Esquines, que está aquí también; ved a Antifonte, del distrito de Cefisia,
padre de Epigenes, y a esos otros cuyos hermanos han estado presentes en las
conversaciones aludidas: Nicóstrato, hijo de Teozótides, y hermano de Teódoto
—Teódoto murió y, por tanto, no puede testimoniar—; Paralio, hijo de Demódoco,
cuyo hermano era Téages; Adimanto, hijo de Aristón, hermano de Platón, ahí
presente, y Ayantodoro, hermano de Apolodoro, ahí presente. Y podría citaros a
muchos más, que incluso el propio Meletos hubiera podido presentar como
testigos de su pleito, y si no lo hizo por descuido o por olvido, que lo haga
ahora, a ver si encuentra a alguien que corrobore alguno de sus puntos. Pero
comprobaréis todo lo contrario, atenienses: todos están dispuestos a declarar a
favor del que ha sido su corruptor, el que ha destrozado sus familias, según
Anitos y Meletos aseguran.
Cabría la posibilidad de que los ya corrompidos tuvieran alguna secreta
razón para auxiliarme y compartir mi responsabilidad, pero los no corrompidos y
que tienen más edad que ellos, sus parientes, ¿qué motivos pueden tener para
ayudarme, sino que Anitos y Meletos están mintiendo y que yo estoy en la
verdad?
Ya he dicho bastante, atenienses. Todo lo que pueda añadir en defensa
propia no añadiría nada a lo ya expuesto; podría añadir otras cosas pero, más o
menos, serían del mismo estilo.
Quizá alguno se indigne al recordar que en otros casos de menos monta
el acusado rogó y suplicó a los jueces con lágrimas, haciendo comparecer ante
el Tribunal a sus hijos para despertar compasión, y si se terciaba, a sus
parientes y familiares, mientras que yo, en cambio, no hago ninguna de estas
cosas, a pesar de que estoy corriendo, como se ve, el mayor de los peligros.
Puede ser que alguno, recordando esos casos, tome hacia mí una actitud de despecho
e, irritado por mi forma de actuar, deposite su voto con cólera.
Pues bien: si en alguno de vosotros se da esta situación (no afirmo que
se dé, sólo analizo esta posibilidad), ya tengo preparada la respuesta. Amigo
mío —le diría—, también yo tengo una familia y también puedo aplicarme aquello
de Homero: "No he nacido ni de una encina ni de las rocas", sino de
hombres. Tengo familiares e, incluso, tres hijos, uno adolescente y dos de
corta edad. Y, sin embargo, a ninguno de ellos permitiré que suba a este
estrado para suplicar vuestro voto absolutorio.
¿Por qué no quiero hacer nada de todo esto? No es por fanfarronería ni,
mucho menos, por falta de consideración hacia vosotros. Que después afronte la
muerte con firmeza o con flaqueza, ésa es otra cuestión. Pero, por mi buen
nombre y por el vuestro, que es el de nuestra ciudad, a mi edad no me parece
honrado echar mano de ninguno de estos recursos, y menos todavía frente a la
opinión generalizada de que Sócrates se diferencia de la mayoría de los hombres.
Si alguno de los que destacan por su valentía o por su inteligencia o por
cualquier otra virtud se comportase de este modo, cosa fea sería. Alguna vez he
visto a algunos de los que son considerados importantes, cuando se les está
juzgando y temen sufrir alguna pena o la misma muerte: su conducta me resulta
inexplicable, pues parece que están convencidos de que, si logran que no se les
condene a muerte, después ya serán por siempre inmortales. Éstos son la
deshonra y el oprobio de nuestra ciudad, porque pueden hacer creer a los
extranjeros que los ciudadanos que distinguimos con honores y que elegimos para
que ocupen las magistraturas no se diferencian en nada de las mujeres. Esas
escenas, atenienses, no debemos hacerlas los que tenemos cierto prestigio, y en
caso que ocurran, vosotros no debéis permitirlas: más bien debéis estar
dispuestos a demostrar que condenaréis a quien ofrezca el triste espectáculo de
suplicar la compasión de sus jueces, dejando en ridículo a la ciudad.
Pero, aparte de la cuestión de mi buen nombre, tampoco me parece digno
suplicar a los jueces y salir absuelto por la compasión comprada; hay que
limitarse a exponer los hechos y tratar de persuadir, no de suplicar. Pues el
jurado no está puesto para repartir la justicia como si de favores se tratara,
sino para decidir lo que es justo en cada caso; y los que tienen que juzgar han
jurado interpretar rectamente las leyes, no favorecer a los que les caigan
bien.
Por tanto, no podemos permitirnos el perjurio a nosotros mismos, ni a
los demás, porque nos convertiríamos en reos de impiedad. No esperéis, pues, de
mí que recurra a artimañas o acciones que no sean rectas ni justas, y menos
ahora, ¡oh, por Zeus!, que estoy aquí acusado de impiedad por Meletos. Pues es
evidente que si con súplicas llegara a convenceros u os forzara a faltar a
vuestro juramento, os enseñaría a pensar que no hay dioses y, así, con mi
defensa, lo que haría de hecho sería condenarme a mí mismo por no creer en los
dioses.
Pero no es así, ni mucho menos: yo creo en los dioses, como cualquiera
de mis acusadores. Por eso, atenienses, dejo en vuestras manos y en las de los
dioses el decidir lo que va a ser mejor para mí y para vosotros.
CUARTA PARTE
Sócrates es declarado culpable. Propuesta de sentencia
No me ha sorprendido ni indignado, oh atenienses, esta condena que
acabáis de sellar con vuestro voto. Entre otras muchas razones, porque no me ha
resultado inesperada; más bien me sorprende que haya habido un número tan
elevado de votos a mi favor; no sospechaba que se resolvería así, sino que
esperaba muchos más votos en mi contra. Podéis ver que los resultados se
habrían trastocado si sólo treinta personas más hubieran votado mi absolución.
Por de pronto, de la acusación de Meletos, según las cuentas que yo me
he hecho, he quedado plenamente absuelto; no sólo eso: sin la comparecencia de
Anitos y Licón, parece evidente que Meletos habría sido condenado a pagar la
multa de mil dracmas por no haber alcanzado la quinta parte de los votos
exigidos.
Ahora, este hombre propone la pena de muerte para mí. Bien, ¿y qué
contrapuesta os voy a hacer, atenienses? Ciertamente, voy a proponer la que
creo merecer. ¿Que cuál es? ¿Qué pena o castigo tengo que sufrir por haberme
empeñado tozudamente en no querer una vida tranquila y cómoda, por descuidar lo
que preocupa a la mayoría de las personas —sus bienes, sus intereses
personales, la dirección de los ejércitos, los discursos en la Asamblea, el
ejercicio de cargos públicos—, por permanecer neutral ante coaliciones y
revueltas, por considerar que soy demasiado honrado para poder salir ileso si
intervengo en la política? Jamás me he ocupado de
cosas que no pudieran reportar alguna utilidad a vosotros o a mí, y siempre he
preferido hacer el máximo bien a cada uno, tratando de convencerle de que
aplicara sus energías a buscar la sabiduría antes que sus propios intereses, y
que se ocupara del Estado antes que de los intereses del Estado, y que así
procediera en todos los asuntos.
Ahora bien, ¿qué debo sufrir por todo esto? Ciertamente, algún bien,
atenienses, si de verdad hay que ser ecuánimes y actuar con arreglo a los
merecimientos. ¿Y qué bien puede ser más apropiado para un pobre benefactor que
necesita todo el tiempo posible para dar consejos a sus conciudadanos? Sin duda
sólo hay una recompensa que haga justicia a esos merecimientos: mantenerle a
costa del Estado en el Pritaneo, y con mayores merecimientos que cualquiera de
los ganadores de alguna carrera de caballos o de carros por parejas o de
cuadrigas que se celebran en Olimpia. Pues mientras éstos os hacen creer que os
dan la felicidad, yo os hago felices de verdad y, por otro lado, ellos no
necesitan vuestras pensiones y yo sí. En resumen, si de verdad debo proponer la
condena que merezco según la justicia, ésa es la que propongo: ser mantenido a
costa del Estado en el Pritaneo.
Tal vez al oír esta proposición y ver el tono que uso, se repita en
vosotros la misma impresión que cuando hablaba de recurrir a lágrimas y
súplicas: que os parezca arrogante mi comportamiento. Pero no es esta mi
intención, atenienses; ésta es la única verdad: no tengo conciencia de haber
hecho nunca voluntariamente mal a nadie, aunque no he podido convenceros a la
mayoría de vosotros, porque no ha habido tiempo suficiente para ello.
Pues creo que si entre vosotros fuera ley lo que es costumbre en otros
pueblos, es decir, en cuestiones de pena capital no dictar sentencia en el
mismo día del juicio, sino uno o varios días después, estoy persuadido de que
os lograría convencer; pero ahora no es fácil rechazar tan graves cargos en tan
corto espacio de tiempo.
Estando convencido, como estoy, de no haber hecho mal a nadie
injustamente, es lógico que tampoco me lo haga a mí mismo hablando como si
mereciera un castigo o me condenara a mí mismo.
¿Qué tengo que temer? ¿Tal vez sufrir lo que Meletos propone contra mí,
cosa que, repito, aún no sé si es un bien o un mal? ¿Voy a decantarme hacia las
cosas que sé que son malas y proponer contra mí algún castigo concreto? ¿Tal
vez la cárcel? ¿Y por qué tengo que encerrarme en una cárcel, a merced de los
que vayan ocupando anualmente el cargo de los Once, que son los vigilantes?
¿O debo tal vez proponer una multa y prisión hasta que no haya pagado
el último plazo? Estamos en lo mismo: debería estar siempre en la cárcel, pues
no tengo con qué pagar.
¿Me condenaré al exilio? Quizá sea ésta la pena que a vosotros más os
satisfaga. Pero debería estar muy apegado a la vida y muy ciego para no ver que
si vosotros, mis paisanos, no habéis podido soportar mis interrogatorios ni mis
tertulias, sino que os han resultado molestos hasta el extremo de querer
libraros de ellos, ¿cómo voy a esperar que unos extraños los soporten con más
generosidad?
Es evidente que no lo soportarían, atenienses. Y, ¡vaya espectáculo el
mío! A mis años escapando de Atenas, vagando de ciudad en ciudad,
convirtiéndome en un pobre desterrado. Bien sé que en cualquier parte vendrían
los jóvenes a escucharme con agrado, igual que aquí. Pero si los rechazara,
serían ellos los que rogarían a sus ancianos que me exiliaran de su ciudad, y
si los acogiera, serían sus padres y familiares los que no pararían hasta
hacerme la vida imposible y tendría que volver a huir.
Oigo la voz de alguien que me recomienda: "Pero Sócrates, ¿no
serás capaz de vivir tranquilamente, en silencio, lejos de nosotros?" Éste
es el sacrificio mayor que podéis pedirme, pues se trataría de desobedecer al
dios y yo jamás podría quedarme tranquilo si renunciara a mi misión. Y aunque
no me creáis y penséis que hablo con evasivas, debo deciros que el mayor bien
para un humano es mantener los ideales de la virtud con sus palabras y tratar
de los diversos temas, examinándome a mí mismo y a los demás, pues una vida sin
examen propio y ajeno no merece ser vivida por ningún hombre, me creáis o no.
Las cosas son así, aunque sé lo difícil que es convenceros.
Tampoco soy de los que aceptan con agrado condenas injustas. Si me
sobrara el dinero, me habría puesto una multa soportable, que no representara
un perjuicio para mí. Pero como no lo tengo, sois vosotros los que debéis tasar
la multa. Tal vez, rebuscando, podría pagaros hasta una mina de plata. Ésta es
la suma que os propongo. Algunos de los presentes, como Platón, Critón y
Critóbulo, me instan a elevar la multa hasta treinta minas, de las que ellos se
hacen fiadores. Propongo, pues, esta nueva suma. Y tendréis en ellos a unos
fiadores de total solvencia.
Sócrates es condenado a muerte. Comentarios de Sócrates
Por no querer aguardar un poco más de tiempo, os llevaréis, atenienses,
la mala fama de haber hecho morir a Sócrates, un hombre sabio, pues para
avergonzaros os dirán que yo era un sabio, aunque no lo soy. Si hubierais
esperado un poquito más, habría llegado el mismo desenlace, aunque de un modo
natural; considerad la edad que tengo y cuán recorrido tengo el camino de la
vida y qué cercana ronda la muerte. Lo dicho no va para todos, sino sólo para
los que me habéis condenado a morir.
Y a éstos aún tengo algo más que decirles: quizá penséis, atenienses,
que he sido condenado por falta de razones o por la pobreza de mi discurso; me
refiero a la clase de discurso que no he usado, aquel que se sirve de todo tipo
de recursos con tal de escapar del peligro. Nada más lejos de la realidad. Sí,
me he perdido por una carencia, pero no de palabras, sino de audacia y osadía,
y por negarme a hablar ante vosotros de la manera que os hubiera gustado,
entonando lamentaciones y diciendo otras muchas cosas indignas e inesperadas en
mí, aunque estéis acostumbrados a oírlas en otros. Pero yo nunca he creído que
hacía falta llegar a la deshonra para evitar los peligros, y ahora no me
arrepiento de haberme defendido así; pues prefiero morir por haberme defendido
como lo he hecho que vivir recurriendo a medios indignos en mi defensa.
Es evidente que muchos en los combates se escapan de la muerte porque
abandonan sus armas e imploran el perdón de los enemigos. Todos los peligros
pueden evitarse de muchas maneras, sobre todo por quienes están dispuestos a
claudicar. Pero lo más difícil no es escapar de la muerte, sino evitar la maldad,
que corre mucho más deprisa que la muerte. A mí, que ya soy viejo y ando algo
torpe, me ha pillado la primera, mientras que mis acusadores, que aún son
jóvenes y ágiles, van a ser atrapados por la segunda. Yo voy a salir de aquí
condenado a muerte por vuestro voto, pero ellos marcharán llenos de maldad y
vileza, acusados por la verdad. Yo me atengo a mi condena, pero ellos deben
soportar también la suya. Tal vez así tenían que suceder las cosas; y pienso
que así están bien, tal como están.
Ahora dejadme predecir lo que os va a suceder a vosotros que me habéis
condenado, pues estoy a punto de morir y en estos momentos es cuando los
hombres están más dotados del don de profetizar. Os predigo que después de mi
muerte caerá sobre vosotros, ¡por Zeus!, un castigo mucho más duro que el que
me acabáis de infringir. Me habéis
condenado con la esperanza de quedar libres de responder de vuestros actos,
pero os profetizo que las cuentas os van a salir muy al revés: cada día
aumentará el número de los que exijan explicación de vuestros actos, a quienes
hasta ahora yo he podido contener, aunque vosotros no lo advertíais, y tanto
más duros serán cuanto más jóvenes y, por ello, más exigentes; por eso viviréis
aún mucho más enojados. Estáis muy equivocados si creéis que la mejor manera de
desembarazaros de los que os recriminan es matarlos. No es éste el modo más
honrado de cerrar la boca a quienes os inquietan; hay otro mucho más fácil: no
perjudicar a los demás y mejorar la propia conducta en todo lo posible.
Con estas predicciones, como si fueran de un oráculo, me despido de los
que han votado mi muerte. Y ahora quiero dirigirme a quienes me han absuelto,
conversando sobre lo que aquí ha sucedido, a la espera de que los magistrados
acaben de trajinar con estos asuntos y me conduzcan al lugar donde debo esperar
la muerte. Permaneced, atenienses, conmigo el tiempo que esto dure, pues nada
nos impide platicar. Querría comentar con vosotros, como amigos que sois, mi
interpretación de lo que acabamos de vivir.
¡Oh jueces!, y os llamo jueces con toda propiedad, por haberlo sido
conmigo. Algo sorprendente me ha sucedido hoy: aquella voz del daimon, que
antes se me presentaba con tanta frecuencia para oponerse a cuestiones, incluso
mínimas, si creía que iba a actuar a la ligera, hoy no me ha alertado de la
presencia de ningún mal, a pesar de que me he encontrado con la muerte, que
según la mayoría es lo peor que puede ocurrir a una persona. Ni al salir de
casa esta mañana, ni cuando subía al Tribunal, ni en ningún momento de mi
apología me ha impedido seguir hablando, dijera lo que dijera, cuando en otras
ocasiones llegó a quitarme la palabra en mitad del razonamiento, según lo que
estuviera hablando.
¿Cómo se explica todo esto? Dejadme daros mi interpretación: considero
esto una prueba de que lo que me acaba de suceder es para mí un bien y que, por
tanto, no son válidas nuestras conjeturas cuando consideramos la muerte como el
peor de los males. Ésta es la razón de más peso para convencerme de ello; de lo
contrario, si lo que me iba a ocurrir fuera un mal y no un bien, esa voz del
genio se habría opuesto al curso de los acontecimientos.
Todavía puedo añadir nuevas razones para convenceros de que la muerte
no es una desgracia, sino una ventura. Una de dos: o bien la muerte nos deja
reducidos a la nada, sin posibilidad de ningún tipo de sensación, o bien, de
acuerdo con lo que algunos dicen, simplemente se trata de un cambio o mudanza
del alma de este lugar hacia otro.
Si la muerte es la extinción de todo deseo y como una noche de sueño
profundo, pero sin ensoñaciones, ¡qué maravillosa ganancia sería! En mi
opinión, si nos obligaran a escoger entre una noche sin sueños pero
plácidamente dormida, y otras noches con ensoñaciones u otros días de su vida;
si después de una buena reflexión tuviéramos que decidir qué días y qué noches
han sido los más felices, pienso que todos, y no sólo cualquier persona normal,
sino incluso el mismísimo rey de Persia, encontrarían pocos momentos
comparables con la primera. Si la muerte es algo parecido, sostengo que es la
mayor de las ganancias, pues toda eternidad se nos aparece como una noche de
ésas.
Por otro lado, si la muerte es una simple mudanza de lugar y si,
además, es cierto lo que cuentan, que los muertos están todos reunidos, ¿sois
capaces, oh jueces, de imaginar algún bien mayor? Pues, al llegar al reino del
Hades, liberados de los que aquí se hacen llamar jueces, nos encontraremos con
los auténticos jueces, que, según cuentan, siguen ejerciendo allí sus
funciones: Minos, Radamanto y Triptólemo, y toda una larga lista de semidioses
que fueron justos en su vida. ¿Y qué me decís de poder reunirnos con Orfeo,
Museo, Hesíodo y Homero? ¿Qué no pagaría cualquiera por poder conversar con
estos héroes? En lo que a mí se refiere, mil y mil veces prefiero estar muerto,
si tales cosas son verdad.
¡Qué maravilloso sería para mí encontrarme con Palamedes, con Ayax,
hijo de Telamón, y con todos los héroes del pasado, víctimas también ellos de
otros tantos procesos injustos! Aunque sólo fuera para comparar sus
experiencias con las mías, ya me daría por satisfecho. Mi mayor placer sería
pasar los días interrogando a los de allá abajo, como he hecho con los de aquí
durante mi vida terrena, para ver quiénes entre ellos son auténticos sabios y
quiénes creen que lo son, sin serlo en la realidad. ¿Qué precio no pagaríais,
oh jueces, para poder examinar a quien condujo aquel numeroso ejercito contra
Troya, o a Ulises o Sísifo, o a tantos hombres y mujeres que ahora no puedo ni
citar? Estar con ellos, gozar de su compañía e interrogarlos, ése sería el
colmo de mi felicidad. En cualquier caso, creo que en el Hades no me llevarían
a juicio ni me condenarían a muerte por ejercer mi oficio. Ellos son, allá,
mucho más felices que los de aquí, entre otras muchas razones, por la de ser
inmortales, si es verdad lo que se dice.
Vosotros también, oh jueces míos, debéis tener buena esperanza ante la
muerte y convenceros de una cosa: que no hay mal posible para un hombre de
bien, ni durante esta vida, ni después en el reinado de la muerte, y que los
dioses jamás descuidan los asuntos de los hombres justos. Lo que me ha sucedido
a mí no es fruto de la causalidad; al contrario, veo claramente que morir y
quedar libre de ajetreos era lo mejor para mí.
Por esa razón en ningún momento me ha disuadido la voz del genio;
también por esa razón yo no estoy enojado contra mis acusadores ni contra los
que me han condenado, aunque ninguno de ellos quería hacerme un bien, sino un
mal, lo que les echo en cara.
Y ahora debo pediros un último favor: cuando mis hijos se hagan
mayores, atenienses, castigadles, como yo os he incordiado durante toda mi
vida, si pensáis que se preocupan más de buscar riquezas o negocios que de la
virtud. Y si presumen de ser algo, sin serlo de verdad, reprochádselo como yo
os he reprochado, y exigidles que se cuiden de lo que deben y que no se den
importancia, cuando en realidad nada valen. Si hacéis esto, ellos y yo habremos
recibido el trato que merecemos.
No tengo nada más que decir. Ya es la hora de partir: yo a morir,
vosotros a vivir. ¿Quién va a hacer mejor negocio, vosotros o yo? Cosa oscura
es para todos, salvo, si acaso, para el dios.
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